Frédéric Lordon
LA CONDICIÓN ANÁRQUICA
Afectos e instituciones del valor
Traducción de Antonio Oviedo
Transcribimos a continuación la introducción de La condición anárquica, en el cual Frédéric London analiza y desarma la teoría del valor, más allá del campo económico, para desplegar los numerosos enfoques de los que fue objeto dicha teoría por parte de sistemas y corrientes de pensamiento a lo largo de la historia. Un recorrido que une a Spinoza y a Pascal, sigue con Durkheim y llega a Deleuze, tomando también en cuenta los aportes de Bourdieu, Luc Boltanski, Castoriadis, Paul Veyne, René Girard y André Orléan, para subrayar “la gran cuestión de una axiología crítica”, es decir, la formulación de una teoría de la condición anárquica que apunte a saber, según Lordon, “cómo se sostiene una sociedad a la que nada sostiene”.
Introducción
Vivir sin ARKHÉ
Mayo de 1890, Van Gogh abandona el asilo de Saint-Paulde- Mausole donde permaneció más de un año. Frédéric Pajak cuenta: “Dejó numerosos cuadros al doctor Peyron […], quien permitirá a su hijo utilizarlos como blanco para ejercitarse con la carabina. Un fotógrafo de la región, pintor en sus ratos libres, recuperará algunos; con la ayuda de una esponja, borrará la pintura y usará la tela para él”.¹ El valor de las cosas…
En julio de 2015, el Comité para la Verdad sobre la Deuda Pública Griega presenta su preinforme.² Allí evalúa especialmente la parte “ilegítima” y la parte “odiosa” de esta deuda, partes que se desautorizan a sí mismas de toda pretensión de ser pagadas. La deuda “ilegítima” porque fue contraída en condiciones atentatorias contra ciertos derechos humanos fundamentales, la deuda “odiosa” porque fue decidida por los gobiernos sin el consentimiento explícito de los pueblos y en detrimento evidente de sus intereses. Estos son los principios, el default está justificado. Pero los acreedores tienen igualmente los suyos: los del derecho de las obligaciones. En apoyo del cual podrán hacer valer todo un contexto moral: el lazo de los contratos (pacta sunt servanda [los pactos deben ser respetados]), el valor de la promesa, el sentido del compromiso, la seriedad de las cosas dichas. Conflicto entre los principios, pero resuelto según ¿cuál metaprincipio?
Pascal pregunta: “En un país se honra a los nobles, en el otro, a los plebeyos; en este, a los hijos mayores, en aquel otro, a los menores. ¿Por qué eso?”.³ Y, en efecto, ¿por qué? ¿Cómo es posible estimar aquí lo que está manifiestamente por debajo en otra parte? ¿Qué ocurre cuando se atraviesan los Pirineos? Pero, igualmente, ¿cómo algunos consideran un cuadro de Van Gogh como un cuadro de Van Gogh y otros como un objetivo para tirar al blanco o una superficie para ser reutilizada? O ¿qué es lo que hace que una deuda sea odiosa o bien contraída? Y ¿a qué aferrarse para zanjar todas estas preguntas?
Arkhé, cratos
A nada. En todo caso, si se le busca un anclaje objetivo al juicio, un fundamento de verdad absoluta. Esa nada es aquello que es necesario llamar la condición anárquica. Jacques Rancière recuerda muy oportunamente la diferencia profunda del arkhé y del cratos, allí donde el vocabulario político es de un perfecto descuido terminológico.⁴ Decimos oligarquía y aristocracia, pero sin saber exactamente por qué, y diríamos igualmente, si nos lo propusiéramos, oligocracia y aristarquía, o bien demoarquía y monocracia. Ahora bien, el arkhé es el primer principio, el origen, el fundamento, de donde vendrán, pero solamente vendrán, la autoridad, luego el mando. Cratos es la fuerza y la dominación, el poder, pero solamente como pura potencia ejercida. En el sentido estricto de las palabras, hablar de an-arquía no es otra cosa que hablar del default de arkhé, de un mundo sin arkhé, es decir, de un mundo privado del fundamento absoluto al cual aferrar sus valores sociales. “Anarquía”, leído de esta manera, no es para nada un concepto de ciencia política que tendría por objeto ese movimiento que se llama comúnmente anarquismo –y que debería en realidad llamarse acracia, de acuerdo con su visión de un mundo sin poder ni dominación–. El mundo político ordinario es el reino de las cracias –e incluso de las cracias desprovistas de arquía, a saber, las empresas de dominación sin fundamento posible–. Anarquía deviene entonces el concepto, no de una ciencia política, sino de una axiología crítica.
Que no haya nada en la condición anárquica a lo que aferrarse con una certeza última para resolver no impide de ningún modo que se resuelva. Simplemente, no se resuelve en las condiciones de seguridad axiológica que se cree. Pero entonces, ¿no se vuelve todo esto peligrosamente vertiginoso si uno se pone a pensar allí? Es decir, a mirar más de cerca. Si es verdad que vivimos según valores, ¿cómo vivir si estamos con la preocupación inherente al valor de los valores? La gran cuestión de una axiología crítica, es decir, de una teoría de la condición anárquica, es sin duda esta: la cuestión de saber cómo se sostiene una sociedad que no sostiene nada.
An-arkhé
Pero es necesario comenzar por el principio. Es decir, por una teoría del valor que otorgue a la tesis de la condición anárquica más consistencia que la de una simple postulación. Signo de una época económica, la idea de “teoría del valor” ha sido casi íntegramente captada por los economistas y por el valor económico. Es hora de desarmar su monopolio, comenzando por interrogarse sobre esta extraña homonimia que hace pasar la misma palabra, “valor”, a través de órdenes de juicio tan diferentes. ¿No hay entonces más que una coincidencia, sin otra significación, al hablar de valor económico, de valor estético o de valor moral, por lo demás, bastante a menudo encontrados antinómicos? O, por el contrario, ¿no hay lugar para dejarse inducir por la identidad de la palabra a través de la variedad de sus empleos, tomándola incluso en serio? Es la vía que eligió adoptar Durkheim: “Los principales fenómenos sociales, religión, moral, derecho, economía, estética, no son otra cosa que sistemas de valores”.⁵ Doble movimiento, en realidad, que esboza algo del orden de una ciencia social unificada, unidisciplinaria, diría André Orléan,⁶ al considerar que esta unificación se abre alrededor del problema prínceps del valor, de los “sistemas de valores”. Siguiendo la declaración de intención de Durkheim, si la ciencia social debe constituirse de algún modo, es como teoría general del valor –general, es decir, transversal, o sea, capaz de pasar por todos los órdenes de valor, tan heterogéneos como parezcan–. Difícilmente pueda cuestionarse que sean heterogéneos, pero precisamente aquí, sin embargo, se les presupone algún estrato común –que sin dudas debe ir a buscarse bastante lejos–.
Durkheim plantea el problema, define incluso algo así como un programa de investigación. Pero no va más allá. Es este movimiento el que se plantea retomar aquí, para llevarlo a superar el estado del esbozo; a través de los medios conceptuales del spinozismo, y de acuerdo con un ramificado propósito que querría mostrar la productividad en todos los dominios que interesan a las ciencias sociales. Es que hay una teoría del valor en Spinoza. Una teoría incluso muy general, que atañe por antonomasia a la exigencia de transversalidad propuesta por la homonimia del valor. Pero, sobre todo, afirmando –demostrando– como ninguna otra el reino de la condición anárquica. Entre los escándalos del spinozismo, está en efecto este: “Por lo que atañe a lo bueno y lo malo, ambos tampoco indican nada positivo en las cosas, por lo menos consideradas en sí mismas” (Ética, IV, Prefacio).₇ Retiradas las categorías fundamentales del bien y del mal, a las cuales toda positividad es denegada, es el suelo mismo del juicio, cualquiera sea su orden, el que se sustrae. En todo caso, su suelo de verdad, para lo cual va a tener que encontrar un suelo sustituto. Manera de hablar funcionalista, porque no es así como pasan las cosas: nadie está encargado de ese “hay que”. El suelo sustituto se recrea –“solo”–. O, para hacerlo de nuevo aún más impersonal: emerge un suelo sustituto. Que emerge uno solo es testimoniado por el simple hecho de que, pese a todo, es decir, a despecho de un suelo de verdad faltante, juzgamos. No paramos de juzgar –Spinoza mostrará que es un automatismo del cuerpo (simultáneamente acompañado de ideas), que nada tiene que ver con alguna actividad de un espíritu que decidiría soberanamente comprometerse en una operación de juicio (o abstenerse de ello)–. Ahora bien, tautológicamente, si hay juicio es porque las condiciones de posibilidad del juicio han sido satisfechas. Pero ¿cuáles? Las condiciones pasionales. He aquí la naturaleza del suelo sustituto: es un suelo de afectos. Lo que mantiene los juicios y los valores cuando ellos no pueden sostenerse más en un fundamento absoluto son los afectos. La condición anárquica consagra el poder axiogénico de los afectos: no hay valor reconocido más que por el juego de los afectos. ¿Qué valen nuestros valores? Nada más que las intensidades pasionales que ponemos allí. Los valores no nos atropellan por su fuerza intrínseca: producimos nosotros mismos la adhesión que nos hace falta tener. Y el valor de nuestros valores no es más que la fuerza de creencia que allí investimos por la vía de los afectos.
De esto resultan importantes consecuencias. Primero,si los valores son sociales, es porque ellos están sostenidos por formaciones pasionales colectivas, en rigor, por afectos comunes. Ahora bien, en el afecto común gratificante, es la potencia misma del grupo valorizador la que se expresa. Pero raramente (nunca, en realidad) sin mediación. Pues esta potencia está siempre en parte ya depositada bajo esas formas cristalizadas que son las instituciones. En cierto modo, la potencia del grupo transita en sus instituciones, y se efectúa concretamente a través de ellas –igual que, recíprocamente, el poder veridiccional, axiológico, de las instituciones carece en última instancia de otro principio que no sea la potencia del grupo–. El valor es entonces una cuestión de afectos y de instituciones, o mejor de instituciones que producen afectos, poderes de afectar inscriptos en las instituciones. De la misma manera, otras formaciones afectivas, más lábiles, se proponen destituir grandezas establecidas, pero terminan por reinstituir otras.
Axiología, axiomaquia
Que no se vaya sin embargo a concluir que, bajo el peso de los “afectos comunes”, el mundo del valor será uniforme e invariable. No es ni lo uno ni lo otro. No es uniforme, pues incluso sosteniéndose en los valores de más amplio consenso, no se encontraría ninguno que posea rigurosamente unanimidad. En todas partes existe disenso axiológico. En qué proporciones tiene lugar para expresarse es una pregunta de morfología social (y secundariamente, de instituciones políticas). No hay más invariancia, como no hay uniformidad, dos propiedades de hecho estrechamente correlativas, y en especial en esas formaciones sociales particulares, por ejemplo, la Grecia del siglo V o la Europa de las Luces, de las que Castoriadis subraya la singularidad: ellas han entrado en el autocuestionamiento.₈ Los valores y las significaciones han devenido allí materia de debate, de controversia, por lo tanto, de transformación. Era necesaria esta irrupción en el régimen de la reflexividad colectiva, única manera de perturbar la creencia complaciente a fin de mostrar realmente la condición anárquica. Primero, como condición agonística: si los valores son cuestionables, si pueden diferir, entonces lucharemos para hacerlos diferir en ciertas direcciones antes que en otras. En la sociedad de la reflexividad, la axiología da necesariamente acceso a una axiomaquia –etimológicamente, una lucha (makhia) por los valores–. Entonces, las guerras veridiccionales causan estragos. Se pelea a golpes de aserciones por cosas fútiles o por desafíos terminales (sabiendo también que, en efecto, los desafíos terminales en una determinada región del espacio social aparecen fútiles o incomprensibles vistos desde las otras). Se pelea con medios desiguales, aunque todos se reducen a una sola y misma estrategia: captar las corrientes de afectos, ponerlas detrás de su propia aserción, volver a movilizar el poder axiogénico, adosándolo con frecuencia a las instituciones, puesto que ellas son como formaciones de afectos que ya están aquí, y, en caso contrario, construyendo el conjunto de las pasiones de un modo distinto.
Sin embargo, la axiomaquia, que necesariamente emerge, no viene sin perturbar el orden axiológico de un modo más profundo que haciendo sucederse los valores. Todo aparece desanclado, pues todo puede ser desplazado, no sólo de ambos lados de los Pirineos, sino de uno solo –y en el tiempo–. Y esa es exactamente la posibilidad de ese movimiento que hace aparecer el vacío de la condición anárquica, la incertidumbre axiológica de todo: de los valores, de las obras, de sí mismo e igualmente de las personas. Si todo es susceptible de ser interrogado, es que ya no queda nada seguro. La movilidad de la creencia es un poderoso revelador. Se creyó eso –obstinadamente–, ahora se cree otra cosa. Se celebró eso y he aquí que encontramos “eso” ridículo –los bomberos, las patas de elefante, la misa en latín–. Hasta que alguien, por otra parte, se haga conocer y empiece a convencer a todos de que “eso” tenía un encanto profundo, inadvertido.
La condición anárquica no terminará de replantearse. Es un mundo de fluctuación indefinida que sólo temporariamente se vuelve estabilizable. Y bajo la condición fundamental de mantener a raya la percepción del vacío –por lo tanto, al precio de una dosis mínima de desconocimiento–.Que en último análisis nada sostiene a nada, he aquí lo que no debe ser percibido bajo ningún precio. Debe impedirse el surgimiento de la idea de la condición anárquica. Pero una vez más: nadie se encarga de ese “deber”. Entonces, ¿cómo se organiza el “desconocimiento”? A través del mismo medio que sostiene el valor: los afectos. De ellos, Spinoza nos dice que prevalecieron sobre el conocimiento verdadero (en cuanto verdadero), incapacidad de la razón generalmente deplorable… pero aquí funcional. Lo que ha sometido a nuestros cuerpos a adherir a tal valor es demasiado profundo para que la idea renaciente de la condición anárquica, la percepción lúcida de la ausencia de valor de los valores, tenga allí un efecto durable. Si se presenta un acontecimiento que solicita nuestras adhesiones más profundas, como suele decirse, las más “viscerales”, entonces, precisamente, volveremos a comprobar que es el cuerpo el que habla –y el filósofo que se presentara en ese momento para hacerse el astuto a propósito de la an-arkhé no tendría ninguna chance de captarnos–.
El metavalor
Tenemos, por consiguiente, nuestros puntos de afectos inexpugnables. Desde luego, ello no significa, por imperiosos que sean, que en frío podamos darles la forma de la razón, hallarles el fundamento justificador. Se conoce la recepción reservada a este tipo de desengaño: el que proclama la ausencia de valor de los valores está destinado a no ser muy bien recibido por los creyentes. Con lo cual, la acusación de impiedad habrá sido más resistente que lo que se imaginaba. “El veneno del relativismo”, he aquí cómo ella habrá mutado –simple metamorfosis que, en sí misma, dice bastante sobre la validez de las pretensiones modernas de haberse librado de lo religioso–. ¿Nada vale realmente? Y, en ese caso, ¿cómo evitar concluir que todo da lo mismo? ¿Y las grandes obras? ¿Y nuestros más sagrados valores –vaya, “sagrados…”–?
Se comprende sin esfuerzo que “eso resiste”. Qué infierno, si se lo piensa, ser abandonado a la ingravidez del valor –esta es la opinión de Dostoievski–. No es completamente la de Spinoza. Por una lectura superficial, se pretende a menudo condenarnos a un relativismo axiológico sin frontera. Esto no es así. Incluso si es exacto que su orilla es en muchos aspectos paradojal. Porque hay seguramente para él algo que vale, y que vale absolutamente. La razón como línea de vida. Pero este valor absoluto es en realidad más del orden de un metavalor; más que reordenar el paisaje general del valor, lo suprime definitivamente. Sin duda, en un primer momento, produce los efectos de orientación que clásicamente se esperan de un valor. Por un movimiento inesperado, de hecho, el de una suerte de pedagogía realista, Spinoza restaura las categorías de bien y de mal, pero bajo una redefinición en cierta medida topológica: como eso que, respectivamente, nos acera o nos aleja del modelo (ejemplar) del hombre bajo la conducción de la razón. Aunque incluyendo, como a veces ocurre en matemáticas, un efecto de discontinuidad que deviene de pasar el límite –y ahí es donde está la paradoja–: el hombre que entra en el régimen de los afectos activos abandona de manera definitiva las categorías del bien y del mal. Un último uso, convenientemente revisado, le permitió hacer su camino. Alcanza la otra orilla, la balsa no tiene más utilidad.
Pero es otra orilla y algo queda allí restaurado. Sin duda, el paisaje de las normas lo encuentra íntegramente revisado, liberado especialmente de todas las fabricaciones de un imaginario de la trascendencia: normas dominantes –¡aunque creadas por nosotros!–, frente a las cuales todo desvío nos entrega al sentimiento de la insuficiencia, del déficit o del pecado. Estas no nos faltarán. Falta, sin embargo, una, pero de una naturaleza distinta: la norma inmanente de la potencia, cabalmente las afirmaciones del conatus. Es por ella que debemos reinterrogar el mundo. ¿Quién puede qué? Y las cosas ¿en qué nos ayudan para poder? Tales son las nuevas preguntas. Por ejemplo, las obras: dejaremos de preguntarnos si ellas son bellas, si valen estéticamente –hemos descubierto que este valor es irremediable–. Pero las obras pueden valer de otra manera que como belleza: como potencia –y será necesario intentar esclarecer respecto de ellas en qué puede consistir ese valor–. Igualmente las instituciones políticas. No queremos renunciar a la idea de que son mejores que otras, que algunas valen más que otras. Y es correcto. Pero es preciso situar ese “más que otras” en el lugar adecuado, encontrarle sus criterios, que no sean los de la valorización por el imaginario y las pasiones.
Otra orilla, entonces. Pero ¿quién puede vanagloriarse de atravesarla? En realidad, nadie, y en eso también Spinoza nos da la razón: modos finitos, la causalidad intermodal es, en algún grado, nuestro horizonte insuperable, y jamás accederemos completamente a la causalidad adecuada, la que nos hace actuar fuera de toda determinación exterior, bajo la sola necesidad de nuestra esencia singular. Permaneceremos, por lo tanto, en el valor y sus afectos –en el mundo social de la servidumbre pasional–. Y allí nos acomodaremos a la idea de la condición anárquica como podamos. A veces, abandonándonos al afecto común que vuelve a enviar las percepciones racionales hacia un segundo plano, y continúa haciéndonos adherir. A veces, también, buscando identificar el bien y el mal redefinidos por la pedagogía racional del spinozismo, en tanto, por otra parte, se la pueda hacer hablar más precisamente en situación concreta, en todo caso remitiéndose a las normas inmanentes del conatus, las normas de la potencia y de la potenciación: lo que realmente vale es lo que nos hace más razonables.
1 Frédéric Pajak, Manifeste incertain, t. 5: Van Gogh, l’étincellement, París, Noir sur blanc, 2016.
2 Comité por la abolición de las deudas del Tercer Mundo cuya actividad se extendió luego a todos los casos de sobreendeudamiento público.
3 Blaise Pascal, Trois discours sur la condition des grands, en OEuvres complètes, París, Seuil, 2002, p. 367; trad. cast.: Tres discursos sobre la condición de los grandes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1989.
4 Jacques Rancière, Le Mésentente. Politique et philosophie, París, Galilée, 1995; trad. cast.: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996.
5 Émile Durkheim, Sociologie et phiosophie, París, Presses Universitaires de France, 1996, pp. 140-141; trad. cast.: Sociología y filosofía, Granada, Comares, 2006.
6 André Orléan, “Entretien avec Rainer Diaz-Bone”, en Revue de la régulation, nº 14, 2013.
7 Baruch Spinoza, Éthique, en adelante, y salvo mención contraria, en la traducción de Bernard Pautrat, París, Seuil, 1988; trad. cast.: Ética, Madrid, Gredos, 2011.
8 Cornelius Castoriadis, L’Institution imaginaire de la société, París, Seuil, 1999; trad. cast.: La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1975.